¿Para qué sirve la tristeza?

    



“Para nada”, es la respuesta habitual. “Sólo para amargarse”, responden otros.

    Intentemos respondernos a esta pregunta haciéndonos algunas más. ¿Qué hacemos cuando estamos tristes? Por lo general no tenemos ganas de hacer nada. Una de las consecuencias de la tristeza es que nos desinfla, nos quita las ganas de hacer cosas. Muchas veces nuestras obligaciones no permiten que nos quedemos tirados en el sofá, pero cuando uno está triste eso es lo que realmente querría hacer.

    Y si uno realmente se queda tirado en el sofá sin hacer nada… ¿qué hace mientras está en el sofá? Normalmente se queda “lamiéndose las heridas”, pensando en lo que ha causado esa tristeza, en lo que la ha motivado. Ese momento de replegarse permite dedicar un tiempo a tomar conciencia de lo que se ha perdido, del valor de lo perdido.

    La tristeza surge de una pérdida, de algo que había y ya no hay. No siempre tiene que ser algo material, puede ser la confianza de alguien querido, el respeto de un compañero, la compañía de alguien que nos apoyaba, un plan que ha sido frustrado…

    Al replegarse sobre uno mismo, la tristeza nos ayuda a tomar conciencia del valor de lo perdido y eso nos ayuda a conocernos a nosotros mismos: a qué cosas damos valor.

    La ira es una emoción que tiene un punto de partida parecido al de la tristeza, aunque la reacción es bien diferente. En la ira la reacción no hace que nos repleguemos, sino que nos moviliza, nos lleva a actuar. Nos moviliza para defender un límite que ha sido traspasado. Hay una cierta conexión entre un límite que ha sido traspasado y algo valioso que se ha perdido. Esta conexión hace que sean dos emociones que caminan muy juntas.

    No es raro encontrarse con personas que prefieren enfadarse en lugar de estar tristes porque prefieren actuar a quedarse parados. Además, algunas personas no soportan esa sensación de vulnerabilidad que tenemos cuando estamos tristes, de ahí que eviten experimentar la tristeza y la reemplazan por la ira. La consecuencia más evidente es que los demás se alejan de ella. Normalmente no queremos estar cerca de gente enfadada, porque sabemos que podemos acabar siendo el objeto de su ira.

    La tristeza tiene también una función relacional. Cuando vemos a una persona triste es más fácil que nos acerquemos a interesarnos por ella, a consolarla. Cosa que no sucede cuando vemos a alguien enfadado. Aquellas personas que prefieren estar enfadadas antes que tristes, se pierden la oportunidad de ser consoladas.

    Pero también hay personas que recorren este camino en sentido inverso e intentan evitar enfadarse, bien para no perder el control o porque creen que es una emoción impropia, y sustituyen la ira por la tristeza. Facilitan de esa manera ser consolados y verse apoyados, pero se ven sin la energía movilizadora que proporciona la ira y que es tan útil de cara a defender la posición que uno deba adoptar según la situación a la que se enfrente.

    Las emociones no son éticamente buenas o malas. Las personas somos “pacientes” de nuestras emociones, las padecemos, no somos responsables de ellas. De lo que sí somos responsables es de lo que decidimos hacer con ellas. Una cosa es sentir y otra consentir. Podemos experimentar la ira, la tristeza, la alegría o el miedo sin dejarnos llevar por ellos.

    Intentar no experimentar alguna emoción porque nos resulta desagradable o nos parece mala éticamente o inútil desde el punto de vista práctico, nos lleva a una especie de automutilación emocional que nos impide vivir la vida en toda su intensidad y nos priva de esa fuente de conocimiento de nosotros mismos que son las emociones.

Publicado originalmente en Iglesia en Valladolid en septiembre de 2019.

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