¿Qué hiciste para nacer?
Antes de continuar leyendo este artículo detente un momento y trata de responder a la pregunta. ¿Qué hiciste para nacer?
No fue gracias a tu inteligencia a lo que naciste. Ni gracias a que tomaras una decisión firme de hacerlo. Tampoco podrás decir que naciste porque te lo ganaste, porque hiciste méritos para ello.
La respuesta más cierta es que no hiciste nada para nacer. Al igual que cada uno de nosotros. No fue fruto de nuestra inteligencia, nuestra voluntad o nuestros méritos. Nacimos sin haberlo merecido, sin habérnoslo ganado. Nacimos. Es un hecho, una verdad (quizá es la primera verdad de nuestra vida). Sin haberlo conquistado, sin que fuera un premio. Nos ha sido dado sin haberlo merecido. Y esa primera verdad tiene que ser vivida. ¿Cómo? Entre otras cosas, disfrutando de ella.
La mayoría de nosotros coincidiríamos en que la etapa de la vida que más se identifica con disfrutar es la infancia. Esa época que debería estar marcada por el juego (“el trabajo de los niños es jugar”), por la inocencia, por la despreocupación… A medida que vamos creciendo van apareciendo responsabilidades y relaciones, proyectos y experiencias… pero es necesario que, por mucho que vayamos creciendo, ese pequeño espacio en el que simplemente “jugamos” no desaparezca de nuestras vidas. Momentos en los que simplemente disfrutemos.
Disfrutar de la vida no quiere decir dejarse llevar por los instintos, hacer lo que me da la gana o estar todo el día pensando en pasármelo bien. Tenemos experiencia de que muchas veces haciendo lo que nos da la gana no disfrutamos. Disfrutar de la vida quiere decir recrearse en esa belleza que nos es regalada de una forma inmerecida: un rayo de sol que nos calienta en invierno, la compañía de unos amigos, el canto de unos pájaros, un café caliente en una tarde lluviosa, una puesta de sol, una música hermosa, un paseo en bicicleta, una brisa de aire en el rostro acalorado…
No se trata de disfrutar de cosas para evadirnos de nuestras preocupaciones, no. A menudo utilizamos para eso la TV, los móviles, los ordenadores… Pero eso, habitualmente, lo más que consigue es distraernos.
Hay personas que cuando miran su vida, pueden decir que no han disfrutado nunca. Y el que no ha disfrutado nunca, pasa la vida en una especie de amargura interior.
Si no te sientes identificado con aquellas personas que nunca han disfrutado, no hace falta que sigas leyendo el final del artículo.
Si eres de los que te identificas y tienes la sensación de haberte pasado la vida abrumado por tus responsabilidades, amargado por tus relaciones familiares o escapando en una especie de huida permanente, déjame darte un consejo: haz un alto cada día para disfrutar de algo sin ganártelo, de forma inmerecida. Prueba a hacerlo durante 15 días y luego valora la experiencia. Que sean cosas pequeñas, cotidianas, regaladas… No tiene por qué ser mucho rato. Lo justo para poder decir internamente al terminar ese tiempo: “qué gozada”.
Hay muchas veces en las que aparentamos disfrutar de cosas, para que los demás vean lo bien que lo pasamos. Aquí no se trata de lo que piensen los demás, se trata de que haya un movimiento en nuestro corazón de alegría por la belleza de la vida, por el regalo de la vida y su gratuidad.
Si has seguido leyendo a pesar de que te avisé que no lo hicieras si ya disfrutabas de esos pequeños momentos en la vida, simplemente recuerda que esos pequeños momentos nos conectan con esta verdad primera, con esta verdad básica: que estás vivo, que la vida te ha sido dada, sin merecerlo… ¿Quién podría hacernos un regalo así?
Publicado originalmente en Iglesia en Valladolid en junio de 2019.
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