El problema de espiritualizar el problema.

     En una ocasión le preguntaron a don José Delicado, siendo arzobispo de Valladolid, qué vela era mejor para evitar los nublados. Contestó que “si uno se encuentra en la calle bajo un nublado que puede descargar es preferible, si no quiere mojarse, llevar un paraguas y no una vela encendida”. Don José iniciaba con esta anécdota en 1980 una carta pastoral en la que reflexionaba sobre la relación entre la fe y el desarrollo científico y técnico.

Traigo esta anécdota a colación porque espiritualizar los problemas que nos presenta la vida es una forma errónea de afrontarlos. 

En la vida afrontamos dificultades de distinta índole: crisis en el matrimonio, decisiones de los hijos que considero erróneas y que pienso que les van a causar dolor, una enfermedad, problemas laborales, la muerte de un ser querido, dificultades en la comunidad a la que pertenezco, problemas sociales o políticos…

Hay veces que en ambientes católicos se entiende, por ejemplo, la enfermedad como una prueba que Dios me pone, la crisis en el matrimonio como un problema de falta de fe y las decisiones erróneas de mis hijos como la consecuencia de un Dios que ignora displicentemente mis plegarias.

Y se concluye que tengo que superar la prueba de la enfermedad, porque es lo que Dios quiere, o bien que tengo que tener más fe para arreglar mis problemas en el matrimonio o que debería rezar más y con más fervor para que mis hijos tomen las decisiones adecuadas. Todo esto en vez de estirar en lo posible la comprensión que las disciplinas científicas y académicas como la Medicina, la Psiquiatría, la Psicología o la Sociología pueden ofrecernos y las herramientas que nos permiten desarrollar.

Dice la Real Academia Española que espiritualizar es “considerar como espiritual lo que de suyo es corpóreo”. Es decir, ignorar la parte natural del hecho para pasar directamente a la sobrenatural. Cuando hacemos esto, lejos de dar respuesta a la realidad, ésta se nos vuelve incomprensible acentuando así nuestro sufrimiento.

En esa carta pastoral, explica don José que en el paso de una sociedad agraria a una técnica el ser humano “corre el riesgo de ver hundirse su cosmovisión como un teatro de guiñol de cartón bajo la lluvia si creía que Dios manejaba directamente las cuerdas de los muñecos ahorrando a los hombres su responsabilidad y la acción de las fuerzas o leyes de la naturaleza”.

Ese es uno de los efectos de espiritualizar los problemas, que cuando la enfermedad avanza y uno se tambalea ante la angustia del dolor o de la muerte, le añade el sufrimiento de pensar que está fallándole a Dios. O cuando los problemas en el matrimonio continúan pese a que uno intenta tener más fe, se culpa de tener poca fe en vez de analizar cuáles son las dinámicas de la relación sobre las que hay que trabajar. O cuando los hijos continúan adelante con sus decisiones, uno reprocha a Dios que no le
haga caso en sus ruegos doblando la mano de sus hijos.

El ser humano tiene una dimensión natural y una dimensión sobrenatural. La sobrenatural no suele ir contra la natural, de manera que una vela no suele evitar una tormenta, ni una oración resuelve un problema matrimonial o cura una enfermedad.

¿Cuál es, entonces, el sentido de la oración ante las dificultades que la vida nos presenta? Aclara don José “las prácticas religiosas deben servir primariamente para la transformación del corazón del hombre como medio de comunicación filial con Dios, puesto que para manipular la naturaleza ya están la ciencia y técnica (…) los ritos y las bendiciones no suplen nuestras responsabilidades humanas en la transformación del mundo”. Recuerdo, en este sentido, la oración de una mujer enferma de polio: “Cuando rezo no le pido a Dios que me cure mi enfermedad, sino que me ayude a vivirla”, esta es la verdadera espiritualidad.

Recordando el Vaticano II, monseñor Delicado afirma que “la técnica moderna desmitifica la religión (…) purificándola de la concepción mágica del mundo, esto hace que nuestra fe deba promover una nueva mirada sobre el mundo y sus fenómenos naturales, sociales… y una nueva conciencia de uno mismo y de Dios (…) haciéndole comprender que el progreso técnico no solo entra en los planes de Dios, sino que el mundo, al perfeccionarse, responde mejor al diseño de la mente divina”.


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