Un regreso, una patada, una luz, una urgencia, un espejo, una tensión y otros regalos del Día del Padre.

   Se acerca el Día del Padre. Quedaron atrás las pequeñas manualidades con las que me despertabas los diecinueve de marzo y quizá por eso hoy quiero hacer repaso de algunos regalos que me has hecho desde que naciste.

Un regreso.

    Contigo volví a disfrutar de cosas muy simples: un rato en el parque en primavera, hacerme el sorprendido cuando te escondías tras la esquina para darme un susto, acompañarte a los partidos de los sábados, peinar una muñeca, jugar al pilla pilla, leer un cuento despacio, dar patadas a un balón, la emoción de esperar tu cumpleaños… Me estaba volviendo un poco refinado hasta que llegaste, contigo volví a disfrutar como cuando era un niño.

Una patada.

    Con ella me lanzaste fuera del centro del mundo que yo intentaba ocupar. Una enfermedad, un problema en el cole, un reto por afrontar y tenía que salir de mi mundo. Ahora compruebo con alegría que eso ha hecho que haya relativizado mis neuras y obsesiones. Mi vida es, gracias a esa patada, más extensa y más profunda. Y me lo recuerdo cuando la inercia me lleva de nuevo a buscar ser el centro del mundo.

Una luz.

Para alumbrar la figura de mis padres con ella y entenderlos un poco más. Para aprender también a ser hijo. Aunque veo, con una rara mezcla de irritación y simpatía, cómo repito algunas de sus conductas incluso aquellas que me molestaban, hoy les quiero un poco mejor.

Una urgencia.

Trajiste contigo una urgencia: el mundo tiene que ser mejor. Al principio fue una intuición, pero se convirtió en una convicción desde que naciste. El mundo en el que ibas a crecer no podía seguir igual. Quererte implicaba trabajar por ello. Reconozco que no siempre he sabido cómo hacerlo y que, a veces, por esa urgencia he pasado menos tiempo contigo. Esas ausencias estaban preñadas de amor. Aunque no haya sabido explicártelo bien creo que sabes comprenderlo.

Un espejo.

Enseguida me pusiste un espejo en el que mirarme y mostrarme lo que no suelo querer mirar: mi pequeñez, mis manías, mis arrebatos, mis egoísmos, mis miserias… Me he visto reflejado en ti tantas veces. Algunos de tus defectos son los míos. Hoy puedo reconocer que muchas de las veces que he intentado corregirlos en realidad estaba intentando corregirme a mí. Y que eso no ha sido justo para ti.

Una tensión.

Contigo he aprendido a vivir en medio de tensiones constantes: el deseo de ser una roca firme desde la que puedas mirar el mundo y la fragilidad interna con la que me descubro. El intento de mantener el control mientras trato de aceptar el caos que trajiste. Apoyarte en tu camino sin convertirme en un fardo pesado. Saber que no estoy a la altura y no dejar de intentarlo.

Una risa.

Aquella carcajada cuando te tiraba al aire y te recogía. Aunque tu madre se ponía un poco nerviosa, tú te desternillabas. Con ese juego simple quería enseñarte a volar y transmitirte así, sin palabras, que en el futuro tu lugar no estaría junto a mí, que tu destino es volar. Y tú te reías a carcajada limpia. Y volabas.

Una pregunta.

Al principio tus preguntas eran inocentes. Me hacían volver a mirar la realidad para intentar responderte. Más adelante tus preguntas fueron desafiantes, incómodas. Con ellas me has obligado a repensarme y repensar el mundo. Gracias a ellas he aprendido que las personas crecemos cuando nos hacemos buenas preguntas, aunque no siempre tengamos buenas respuestas.

He madurado algo gracias a todos estos regalos que me diste, pero no me otorgues mucho mérito en ello. No planifiqué nada de esto. Los que dicen que hay que pensar mucho antes de ser padre no saben lo que dicen. Si lo piensas mucho no te ves preparado. Y es que no lo estás. Hay algo de optimismo inconsciente en ser padre, algo de confianza básica en la vida. Llegaste como un vendaval al que acoger y a quien supuestamente debía educar y curiosamente has sido tú quien me has educado a mí.

Publicado originalmente en Iglesia en Valladolid en marzo de 2025

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