La respuesta a una pregunta que no me había hecho.

Aunque soy de los que creen en la importancia de hacerse preguntas para entender el mundo en que vivimos, a veces me asaltan respuestas a preguntas que no me he hecho.

Ella lleva una blusa azul con unos floripondios blancos, un pantalón blanco finito y un gorro que habrá cogido prestado de algún nieto, porque la marca de licor que luce en el frontal no parece la típica que bebería una señora de su edad, ni ella tiene pinta de acudir a eventos en los que se regalan ese tipo de gorras.

Él lleva una gorra con visera. Se la ha puesto de medio lado para evitar que el sol, que brilla con cierta fuerza en su costado derecho, le dé directamente en los ojos. Una camiseta blanca de tirantes separa su piel de la mochila que lleva a la espalda. Un pantalón corto azul marino completa su vestimenta.

No parecen especialmente preocupados por las modas textiles, ni por si su apariencia.

Su caminar ya no es firme, la edad ha acortado su paso en busca de la seguridad que han ido perdiendo con los años.

Caminan de la mano. Manos huesudas, en las que las venas asoman entre las manchas de la piel. Hay en esa unión de las manos firmeza y suavidad a la vez. Firmeza para que la mano del otro sirva de apoyo en caso de tropezón. Suavidad para no oprimir unos huesos a los que la artrosis ya da bastante guerra.

Llegado un momento, él se para y apoya su espalda en una pared cercana. Allí resopla, coge aire y descansa un poco. Ella le da espacio. Le observa en silencio. Sabe lo que le pasa y por eso no quiere agobiarle con preguntas ni ofrecimientos. Le deja recuperar el aliento.

Pasados un par de minutos él hace un gesto así con la cabeza, de esos que significan “adelante”. Y vuelven a emprender el camino unidos de la mano. Andados unos metros, ella señala algo en la distancia y le hace un comentario a él, quizá con la secreta intención de distraerlo un poco del malestar que instantes antes ha vislumbrado en sus ojos. Él mira en la dirección que ella señala y responde algo que provoca una pequeña risa en ella. El tipo de risa que despierta un chiste malo en alguien que te quiere.

Siguen caminando. Se alejan unidos por esas manos llenas de firmeza y suavidad hasta que los pierdo de vista. No veo ya sus caras, pero adivino que la risa ha dejado, durante un buen rato, una sonrisa divertida en su rostro.

Esa escena me obliga a hacerme una pregunta que aún no me había hecho: ¿Cuál es el éxito y cuál el fracaso en un matrimonio?

El fracaso es no contar con el apoyo y la complicidad del otro. Es que el otro te importe poco. Es acostumbrarse al otro como el que se acostumbra a una mascota. Es vivir escondiendo partes de uno mismo por miedo a que si las conoce, me rechace y me abandone. Es pensar que el otro es una cruz que tengo que soportar para salvar mi alma. Es convertir la vida en común en una rutina insípida. Es no discutir porque no merece la pena.

El éxito es experimentar mayor admiración por el otro a medida que pasan los años. Es mirar las limitaciones del otro con ternura aunque a veces me saquen de quicio. Es poder contar con el otro y que el otro cuente conmigo. Es saberme querido y aceptado en mis limitaciones. Es mirar juntos las dificultades que nos presenta la vida. El éxito está también en aceptar el fracaso sin renegar del deseo del corazón de tener éxito.

El éxito no es durar mucho, no. Un fracaso puede durar mucho. El éxito es envejecer así, agarrado de la mano de alguien que te conoce con solo mirarte, que te sostiene en los momentos difíciles sin oprimirte con su ayuda, que es capaz de hacerte reír después de muchos años.

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