Hablemos bien de la ira.

     La ira tiene mala prensa. Seguramente es la emoción peor vista de todas. Culturalmente, rechazada. Educativamente, reprimida. Religiosamente, culpabilizada. Aunque el evangelio en más de una ocasión nos muestra a Jesús enfadado (“¿hasta cuándo os tendré que soportar?” les dice a los apóstoles en Mt, 17, 17). La ira se ha entendido mal y se ha tratado peor, normalmente por miedo a sus efectos.

    Si comprendemos que cada emoción nos habla de nosotros mismos la ira nos comunica que un bien es importante para nosotros. Además, nos proporciona la energía para luchar contra lo que ataca a ese bien. Lo razonable es que los bienes que consideramos atacados sean propios, de otras personas o colectivos. Si solo nos encolerizamos por cosas propias seguramente nos falta algo más de presencia de los otros en nuestra vida.

    Como decía, la ira nos proporciona la energía necesaria para defender el bien que vemos atacado. Nos mueve. (La otra emoción que mueve claramente hacia delante es la alegría, pero de eso hablaremos otro día). Cuando uno está verdaderamente enfadado su objetivo es actuar, hacer. La ira es gasolina que nos permite movernos. No experimentar nada de ira es no echar gasolina al coche.

    Dice Rollo May en su libro “Libertad y destino en psicoterapia”, que la ira fuerza a las diversas partes del hombre a reunirse en un todo, integra el yo, conserva todo el ser vivo y presente, nos energiza, focaliza nuestra visión y estimula a pensar más claro. Conlleva una experiencia de la propia estima y del propio valer. Esta es la ira sana que hace posible la libertad, que permite despojarse de todo el inútil bagaje de la vida.

    Estos son los efectos positivos de la ira en la persona que la experimenta. Seguramente lo hemos visto en otras personas o lo hemos vivido nosotros mismos. Es el momento en que el enfado llega a tal punto que desaparecen los temores que habitualmente frenan a las personas a expresar su malestar: “a ver si se lo va a tomar mal”, “es que no va a servir para nada…”, “lo mismo la cosa se pone peor”. Pues cuando llega la ira, todo eso desaparece como por arte de magia. La vista se fija solo en qué hacer. Qué útil es todo esto, qué imprescindible.

    Qué frecuente es que cuando la ira se reprime por miedo a sus efectos se convierta en tristeza. Qué peligroso.

    Es cierto que la ira tiene algunos inconvenientes. Uno de ellos es que la persona puede llegar a perder el control de sí misma y hacer cosas de las que llegue a arrepentirse. Para esto, conviene no olvidar que una cosa es sentir y otra, consentir.

    Otro inconveniente de la ira es que rumiada y reconcentrada da lugar al resentimiento. En él la persona tiene la sensación de haber sido dañada repetidamente, internaliza de manera paulatina esa herida y se apoya en ella para dotar a su vida de significado, al tiempo que busca una causa externa para explicarla. Al dotar a su vida de significado, le sirve para atizar los problemas personales o sociales, pero no para resolverlos, porque si se resuelven la vida de la persona queda sin significado ni identidad.

    Si los impulsos de ira existentes en una sociedad tienen suficiente magnitud, terminan siendo recogidos por organizaciones que buscan canalizarlos y aprovecharlos al tiempo que los atizan. Esas organizaciones pueden ser más o menos oficiales: bandas callejeras, partidos políticos, movimientos sociales… y pueden tener diferentes objetivos. Dichas organizaciones se convierten en “compañías extractoras de la ira social” y compiten entre sí por el control del recurso bruto del resentimiento. En ese proceso, la persona que no tiene conciencia de cuál es su propia ideología pierde capacidad de protagonizar su propia vida.

    Necesitamos una vivencia sana de la ira, tanto personal como social. Acompañada de un imprescindible proceso propio de análisis de las situaciones personales y sociales, que permita identificar dónde está el daño real y las causas que lo provocan para dirigir la conducta a remediarlas, si se puede. Enmarcado todo esto en un debate social que dilucide las verdaderas de las falsas injusticias y una acción organizada en la que la persona no se convierta en un objeto.

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