Una pelota que se aleja, un dedo al que agarrarse y un camino por recorrer.

     Es una pelota de tenis de esas amarillas. El niño, de unos dos años, juega con ella junto a sus padres mientras estos contemplan un espectáculo en la calle. La madre sostiene en brazos a su hija pequeña y el padre interactúa con el niño mientras mira de reojo el espectáculo. Cuando el niño le ofrece la pelota, la recoge y se la devuelve. El juego es sencillo. A veces, para complicarlo un poco más, el padre esconde las dos manos en su espalda, una de ellas con la pelota, la cambia de mano y enseña, ahora vacía, la mano que tenía la pelota. El niño primero se sorprende y después adivina que la pelota no ha desaparecido, así que señala la mano del padre que aún queda en la espalda e inmediatamente el padre la muestra la mano con la pelota.  Entonces el niño estalla en una carcajada alegre al adivinar la travesura del padre.

                De vez en cuando el niño interrumpe el juego para observar el entorno. Si mira a su alrededor, contempla las rodillas de las personas que están junto a él. Un poco más allá, lejísimos para él seguramente, grupos de tres o cuatro personas, todas desconocidas, asisten al mismo espectáculo. 

                En un momento la pelota se le escapa de la mano y rueda lenta unos metros hasta quedar pegada a la espalda de un grupo de personas que, absortas en el espectáculo, no se dan cuenta de la situación.

                El juego se interrumpe de manera imprevista. El niño mira a la pelota y al padre alternativamente esperando que haga algo. El padre le mira como diciéndole “ya lo he visto, qué faena”, pero no hace nada esperando que el chico tome la iniciativa.

                El niño señala la pelota al tiempo que mira al padre. El padre rápidamente entiende el gesto. Le mira sonriente y le anima “vete tú, que puedes”. El niño se gira y se queda mirando la pelota durante un rato. El lugar en el que ha caído le debe parecer lejanísimo. Los desconocidos junto a los que ha quedado la pelota le deben parecer amenazantes. Vuelve a mirar al padre, se acerca decidido a él. Con su manita coge el dedo índice del padre y tira de él. El mensaje es claro: acompáñame, yo solo no me atrevo, contigo sí.

                El padre se deja arrastrar y sigue los pasos del niño que emprende decidido el camino hacia la pelota, como si a través del dedo de su padre recibiera toda la energía y el coraje que le faltaban para recorrer una distancia que le parecía infinita y acercarse a aquellos desconocidos. Cuando ya está cerca de la pelota, animado de nuevo por el padre, suelta su dedo, da solo los últimos pasos, recoge la pelota y con una carrerita vuelve junto a su padre.

                Retorna junto a su madre y su hermana sin necesidad del dedo del padre. Al acercarse a ellas alza la pelota en su mano en un signo triunfal, mostrando de lo que ha sido capaz. Su inmensa sonrisa lo rubrica. La madre aplaude el logro del hijo. El padre esboza una media sonrisa y deja disfrutar a su hijo de su pequeña victoria contra el miedo y la incertidumbre.

                El dedo al que el hijo hoy se ha agarrado irá tomando formas diferentes a lo largo de la vida y se convertirá en una palabra, en un abrazo, en un silencio… Pero seguirá disponible cada vez que la vida lance lejos su pelota y tenga que afrontar miedos e incertidumbres. Cuando el hijo no necesite ese dedo y quiera avanzar solo en la vida, el padre lo seguirá con la mirada.

                Y cuando el padre no esté, ese niño, convertido ya en adulto, buscará dentro de sí el dedo invisible de su padre para volver a experimentar el coraje y la energía con los que afrontar alguna situación de la vida. Y cuando él mismo sea padre dejará que la manita de su hijo tire de su dedo en pos de otra pelota amarilla de tenis. 

Publicado originalmente en Iglesia en Valladolid en julio de 2024

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