Examinemos nuestra herencia… emocional.

    Una de las cosas que nos suelen dejar nuestros padres en herencia es un estilo emocional, una manera de relacionarnos con las emociones. Siguiendo a John Gottman podemos describir cuatro estilos emocionales. 

    El primero de ellos sería el estilo directivo. Es aquella manera de situarse ante las emociones que las reconoce y las nombra como una primera manera de hacerse cargo de la emoción. Pero no se queda solo en eso, sino que además de reconocerla y validarla, ofrece una guía de comportamiento ante esa emoción al tiempo que le pone algún límite a su expresión. “Entiendo que estás enfadado, pero no puedes dar patadas a las cosas, cuando estés calmado hablamos de lo que ha pasado”. Este tipo de guía no siempre conduce directamente a una respuesta adecuada en el otro, pero al menos ofrece el modelo por el cual se le capacita para desarrollar formas de afrontar sus emociones y decidir cómo comportarse ante ellas. Las personas que se han criado en un ambiente en el que este estilo es predominante son personas que no se sienten incómodas en la vivencia de las emociones y que tienden a establecer intentos de conexión a través de la expresión emocional.

    El segundo estilo es un estilo que podemos calificar de tolerante ante la emoción. Es un estilo que reconoce la emoción sin ofrecer ninguna guía de actuación ante ella ni poner un límite al comportamiento. Entiende que es imprescindible la expresión emocional y que no se le debe poner ningún tipo de límite porque sería impedir que el vapor saliera de una olla al fuego y acabaría provocando su estallido. Le da tanto valor a la emoción que pone el foco en ella amplificándola. Por lo tanto, en este estilo se reconoce la emoción, pero al no poner un límite al comportamiento se deja al otro a merced de la emoción, dejándose llevar por ella y dificultando así que se haga cargo de ella y de su propio comportamiento.

    El tercer estilo es un estilo que tiende a ignorar la emoción. En este estilo, las lágrimas pasan inadvertidas, las quejas se ignoran, a los temores se les quita importancia. Aquí a veces predomina la creencia de que el otro se verá abrumado si me concentro en su emoción. La emoción sería una especie de veneno, que sería peor cuanto más me concentro en ella. Otras veces, ignorar la emoción es la forma de no hacerse responsable de dar una respuesta. “Si estás enfadado ya te desenfadarás”. Lo habitual de este estilo es que uno tienda a hacer menos intentos de conexión emocional. La conclusión sería algo así: “Si expreso, me ignoran. Por lo tanto, es mejor no expresar”. Muchas veces, para no expresar, uno baja el volumen a sus propias emociones conllevando cierto sentimiento de soledad, de aislamiento…

    El cuarto estilo corresponde a una especie de rechazo de la emoción en el cual se reacciona con hostilidad a la expresión de emociones, “no vayas por ahí”. Muchas veces se entiende la expresión emocional como un arma dentro de una lucha por el poder. Según esto el que expresa la emoción la está utilizando para doblegar al otro. Esto produce una reacción virulenta contra la emoción, porque esta se convierte en una amenaza. En el fondo, este estilo es incapaz de reconocer que podemos aceptar el sentimiento del otro sin estar de acuerdo con su postura, ni ceder a sus pretensiones. La consecuencia de este estilo es que se acaba entendiendo que la intimidad emocional es causa de problemas, por lo que son frecuentes los estallidos de conflictos, ya que es realmente difícil convivir en una familia sin cierto nivel de intimidad emocional. 

    Examinar nuestra herencia emocional es una buena forma de conocerse y entenderse uno mismo, lo cual suele ser muy útil para el ajuste que toda relación necesita.


Publicado originalmente en Iglesia en Valladolid en junio de 2024

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