Un día es como mil años… (I)
Si
a las veinticuatro horas de un día le quitamos las famosas ocho horas que
algunos dicen que hay que dormir, aunque sabemos que no todo el mundo necesita
dormir lo mismo, nos quedan dieciséis. Dieciséis horas son novecientos sesenta
minutos. Cincuenta y siete mil seiscientos segundos. ¿Cuántas cosas podemos
hacer en ese tiempo? ¿Cuánto trabajo? ¿Cuánto cuidado a otras personas? ¿Cuánta
reflexión? ¿Cuánto análisis del mundo en que vivimos? ¿Cuánto podemos escuchar
a los demás? ¿Cuánto podemos servirles?
Llega
a casa de trabajar, en el descansillo saca las llaves, mientras lo hace y
selecciona la de su casa, repasa brevemente en su cabeza los sinsabores de la
jornada, hace una inspiración profunda y expira lentamente mientras introduce
la llave en la cerradura. El gesto dura un segundo. Si un vecino se cruzase en
ese momento con él, ni se daría cuenta porque el gesto es inapreciable. Con esa
respiración deja en el felpudo de la entrada un poco del cansancio del día para
que ese cansancio no le arrastre a dar una mala contestación a su mujer o a sus
hijos.
Eso
ha pasado otras veces, cuando al llegar a casa cansado y frustrado por alguna
circunstancia y encontrarse con las situaciones normales de una familia, ha
estallado de rabia, actuando de una forma de la que, recobrada la calma, él
mismo se arrepentía.
Y ha buscado formas de romper esa dinámica: ha pensado, ha hablado con su mujer,
la ha escuchado, ha buscado en internet “formas de controlar la ira”, se ha
visto algún vídeo de youtube, incluso una vez fue a un psicólogo…
Ha
probado algunas de las recetas que le han ido dando. Un amigo le dijo que
intentara aislarse un poco al llegar a casa, que se distrajese un rato con el
móvil. Pero no es fácil aislarse del ambiente embarullado de la casa a las
20:30 h. en ese crítico momento en el que se junta la recogida de la
habitación, la terminación de los deberes, la preparación de la ropa y la
mochila para el día siguiente, el baño, la cena, el aseo antes de acostarse…
De
algún lado sacó la idea de hacer algo de deporte al salir de trabajar. Lo
intentó dos semanas, pero no le sirvió. Llegaba a casa más cansado.
Un
día al hacer la maniobra rutinaria de rebuscar las llaves en su bolsillo le
salió un suspiro espontáneo y se descubrió a sí mismo diciéndose “intenta no
cagarla hoy”. Y ese día la cosa fue tranquila. Así que decidió mantener ese
pequeño gesto de la respiración y convertirlo en un ritual al llegar a casa.
Y hay, concentrado, mucho amor.
El amor a su mujer. Toda la alegría y la ilusión de cuando se conocieron. Los proyectos que han ido haciendo. La llegada de los hijos. La risa compartida. Las tareas resueltas. El deseo de estar presente en ese desordenado final del día. La transparencia para compartir el deseo de cambio con ella. La escucha de sus reproches cuando eran expresados. Los silencios amorosos.
Mucho amor a sus hijos. El deseo de ayudarles un poco con los deberes, jugar un rato con ellos, que crezcan libres, responsables…
El amor que él recibió como hijo de sus propios padres, hoy ya mayores. Los consejos, los abrazos, los ánimos, el deseo de seguir creciendo que sembraron en él…
Y si ampliamos la mirada una pizca más, podemos ver el amor en forma de trabajo en la conductora del autobús que le ha transportado hasta casa, en la persona que le vendió la barra de pan que lleva para la cena…
En cada segundo de la vida habita, concentrada, una cantidad de vida infinita. Para quien ama, realmente un día puede ser como mil años.

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