Pertenecer

 


  La familia nos proporciona muchas cosas importantes a lo largo de la vida. Una de ellas es el sentido de pertenencia.

    El sentido de pertenencia es aquello por lo cual nos sabemos y nos sentimos miembros de una comunidad que nos trasciende, que va más allá de nosotros mismos. Este trascendernos tiene lugar tanto física como temporalmente. Físicamente porque se nos evidencia que no estamos solos ante el mundo, que hay otros a nuestro lado y que formamos una comunidad. Temporalmente porque esa comunidad existía antes de mi llegada y tendrá su continuidad con mi salida y la nueva comunidad que yo construya.

    A través de este sentido de pertenencia llegamos a saber y a sentir que soy querido y que se me quiere como miembro de esa comunidad. Que soy aceptado e integrado en esa comunidad que es mi familia.

    Este sentido de pertenencia se expresa en el abrazo y el cuidado con que se recibe al bebé al nacer. En el abrazo, especialmente el maternal, se expresa ese vínculo extraordinario que refleja que uno es parte de una comunidad porque hasta físicamente viene del interior de otro miembro de esa comunidad, su madre. Es algo así como “tú has salido de dentro de mí y nunca te separarás del todo de aquí”.

    A medida que se va creciendo el sentido de pertenencia se va expresando de otras formas, pero, en esencia, debe transmitir estos mensajes: “Nos interesa lo que haces”, “eres valioso”, “tu aportación cuenta”, “eres querido como eres”.

    No siempre la familia proporciona esto.

    A veces los mensajes son permanentemente críticos: “esto lo haces mal”, “así no vas a llegar a nada”. Se minusvalora lo que hace: “Tendrías que hacer esto otro”. Se le compara para salir perdiendo: “Fulanito sí que ha conseguido cosas”. Se le ignora: “Me da igual lo que hagas, no te hago caso, tengo otras cosas más importantes”. Se le desprecia directamente: “No deberías haber nacido”, “fuiste un error”, “no mereces estar aquí”. Se le lanzan mensajes contradictorios: “Hoy te quiero y me importas, y mañana no te hago caso”.

    Que la familia no reconozca el valor de uno de sus miembros es una fuente de sufrimiento para esa persona, de la que es difícil librarse porque uno no deja de esperar que su propia familia le quiera.

    Y a veces ese sufrimiento se convierte en resentimiento hacia el mundo. Y, otras, en búsqueda desesperada de ser reconocido e integrado en otras comunidades.

    Cuando uno crece en una familia que no reconoce su valor suele desarrollarse dos dinámicas.

    Una, sucede dentro de la persona y es un frecuente e intenso sentimiento de soledad. Es una soledad indefinida, de la que a veces a la persona le cuesta identificar la causa. Este sentimiento se agudiza cuando se intensifica la relación familiar porque en ella uno percibe que no encaja, que no es querido ni aceptado.

    La otra dinámica es una dinámica relacional, en la que la persona intenta que la familia reconozca sus logros, para de esta manera sentirse integrado y reconocido como miembro.  Sentirse querido.

    El problema entonces es que la propia persona acepta que uno es valioso, no por lo que es en sí mismo, “eres querido como eres”, sino en función de sus logros. Pero la persona es valiosa sean cuales sean sus logros. El valor de la persona es tan grande, que no se ve afectado por sus logros. Lo cual no quiere decir que los logros no sean valiosos, ni mucho menos. Pero por muy valiosos que sean no le añaden ni un ápice de valor a la persona.

    Entrar en la dinámica de incrementar mis logros, a ver si se dan cuenta de ellos, o de pelear para que sean reconocidos, suele aumentar la frustración, puesto que supone aceptar que mi valor no está en mí, sino en lo que hago y rara vez produce el efecto deseado.

    Lo único que alivia el sufrimiento generado por una familia así es encontrar otras personas en la vida que me quieran como soy, que reconozcan mi valor. Otras relaciones en las que sentirme querido por lo que soy, no por lo que consigo. Esas personas se convierten en bálsamo que calma y alivia, en medicina para el alma.

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