Buscar la migaja del otro
cuando: le doy una vuelta, leo algo sobre el tema, converso con algún amigo…
Pero me resulta especialmente difícil escribir sobre esto en estos días en los que por todos lados aparecen personas que expresan su opinión sobre la situación política actual: en los medios de comunicación, en las redes sociales, en las reuniones familiares, en la frutería, en el súper cuando se encuentran dos amigos, en los lugares de trabajo, en los grupos de guasap… Es un no parar.
Pero tengo que cumplir con mi entrega para esta revista y entonces me siento e intento escribir algo sobre la importancia de escuchar y no puedo dejar de escuchar las voces de los posibles lectores en mi cabeza.
Les confesaré que cuando leo un libro me imagino hablando con el autor, haciéndole preguntas o llevándole la contraria en algo. Lo mismo me pasa cuando escribo, que imagino al lector hablando conmigo y a mí respondiendo a sus preguntas, matizando afirmaciones, defendiéndome de sus críticas…
En este caso, las voces de los lectores en mi cabeza están enojadas y con un tono como cuando la gente escribe en mayúsculas en el móvil: “PERO CÓMO VOY A ESCUCHAR A ESE, SI TODO LO QUE DICEN SON MENTIRAS”, “TÚ LO QUE ESTÁS HACIENDO ES BLANQUEAR EL MAL”, “HAY PERSONAS A LAS QUE NO HAY QUE ESCUCHAR”, “A TI LO QUE TE PASA ES QUE NO TE IMPORTA QUE TODO SE VAYA A LA PORRA” … y cosas así.
Es difícil concentrarse para escribir con semejante griterío mental. En estos momentos creo que encontraría más tranquilidad en un parque infantil de bolas con siete cumpleaños de siete clases de primaria a la vez, de la que encuentro en mi cabeza.
Pero como Tolstoi dijo que la tranquilidad es una bajeza moral, pues dejo de buscar la tranquilidad para escribir, me enfrento a mi desazón y me atrevo a abordar el tema en medio del alboroto.
Precisamente una de las dificultades para escuchar tiene que ver con la búsqueda de la tranquilidad. Tener como criterio vital número uno no meterse en líos hace prácticamente imposible una verdadera escucha, porque escuchar implica salir de uno mismo y eso ya es un lío.
Es un lío porque supone abandonar la ley del mínimo esfuerzo, aceptar que puedo tener una idea equivocada o incompleta sobre las cosas y que me va a tocar moverme, mentalmente al menos. Y para muchos esto es un follón.
La mayoría estamos mejor cuando tenemos razón, por eso nos aplicamos con denuedo en descubrir la mínima migaja de razón en algo que pensamos, decimos o hacemos. Y en cuanto podemos, cogemos esa migaja con la punta de nuestros dedos y henchidos de gozo se la mostramos al mundo, “¡yo tenía razón!”. Y esperamos que de esa migaja emane una luz tan intensa que ilumine las extraordinariamente obtusas mentes de nuestros semejantes y les saque de su ignorancia y se postren ante nosotros adorándonos. Spoiler, no pasa.
No pasa porque como cada uno solemos tener muestra migaja de razón, observamos que, lejos de adorarnos a nosotros y a nuestra migaja de razón, los que nos rodean también están, migaja en mano, esperando recibir su dosis de adoración. Y nos miramos unos a otros, asombrados con que los demás sigan igual de mostrencos y nos cabreamos como niño al que le rompen el juguete recién estrenado.
Pues bien, hay esperanza. También hay personas en el mundo intentando descubrir la parte de razón que tiene el otro. Sin anular el juicio crítico respecto de aquello con lo que no están de acuerdo. Simplemente aplicando el mismo esfuerzo que aplican en buscar sus migajas de razón, en buscar las migajas de razón que tiene el otro. Que a veces tiene el pan entero.
No importa la cantidad de razón que descubramos en el otro, es la actitud de intentar descubrirla la que nos abre a una escucha verdadera. Puede que no tengamos la dosis de adoración que creemos que nos merecemos, pero seguramente estaremos más cerca de la verdad.
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