Esta procesión saldrá hoy (aunque llueva)
Los primeros síntomas del Alzheimer le pillaron
desprevenido. Al principio notó algunos despistes. Más adelante comportamientos
extraños. No entendía qué le pasaba a su mujer, por qué se comportaba así. A
veces se enfadaba con ella. Cuando, por fin, llegó el diagnóstico se preocupó,
pero tiró adelante con decisión. Juntos habían pasado muchas dificultades,
pasarían también ésta. La cuidó, la lavó, la acompañó a los médicos, la atendió
durante tres años en casa. En ocasiones se desesperaba con ella, especialmente
cuando después de un momento de lucidez que suponía un pequeño respiro, llegaba
un momento de extravío que actualizaba su sufrimiento. Siguió queriéndola como
en los cincuenta años anteriores.
Pero la enfermedad avanzó inmisericorde y llegó el momento
en que ya no pudo seguir cuidándola en casa. La necesidad excedía su capacidad.
Entonces buscaron una residencia. “Allí está bien cuidada”, dice derrotado, “yo,
en casa, ya no podía”. Esa noche él se fue a vivir a casa de un hijo. De vez en
cuando da una vuelta por la casa en la que vivieron juntos tantos años y en la
que se agolpan los recuerdos de toda su vida. No se entretiene mucho.
Todos los días va a verla a la residencia. A las once. Y
le habla, aunque ella ya no responde. Y le cuenta, aunque ella no le reconoce.
Y la escucha, aunque muchas veces sus palabras sean incoherentes, a veces tan
sólo un balbuceo.
Muy ocasionalmente, de forma repentina aparece una pizca
de lucidez en los ojos de ella y le reconoce y animada le dice “vámonos”.
Entonces a él se le asoma una sonrisa en los labios y una lágrima en los ojos y
le dice “¿A dónde?” y se queda sin respuesta.
Los domingos le lleva un poquito de champán y se lo sirve en
una única copa, que comparten. Así lo han hecho todos los domingos desde que se
casaron. A través del cristal de esa copa han ido viendo llegar a los hijos,
crecer, marcharse y volver con los nietos.
Tiene una huerta con la que llena canastos de verduras y
hortalizas que lleva a la residencia. Cuenta que el rato antes de ir a ver a su
mujer va a la huerta a destripar terrones. Es su forma de no dar vueltas al
asunto. “Si caes en darle vueltas a la cabeza, pierdes hasta la fe”, dice
apesadumbrado.
Y no sé qué contestar.
Me gustaría decirle que esa misma desesperanza vivió Aquel
a quien cofradías de nombres barroquísimos sacarán estos días en pasos y procesiones
por calles y plazas. Aquel gritó hacia fuera, lo que él grita hacia dentro:
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”
Quiero contarle que verle subido a su coche enfilando la
carretera que lleva al pueblecito en el que está la residencia es el paso
procesional que más devoción despierta en mí, que más hondamente me emociona.
Quiero decirle que quiero ser cofrade de su
cofradía, la del amor incondicional, la del amor en medio de las dificultades,
la del amor a fondo perdido. Que quiero aprender a amar así, con ese amor tan
puro, sin la gratificación en forma de reciprocidad que la mayoría de nosotros
esperamos de aquellos a los que queremos.
Me gustaría decirle que lo siento, que siento lo que está
pasando. Que sé que cuando el resto del mundo celebre el Domingo de
Resurrección y en las plazas de las ciudades se suelten palomas y en algún pueblo
un niño disfrazado de ángel le quite el velo a la Virgen, para él seguirá
siendo Viernes Santo.
Pero callo.
Y acompaño en silencio esta procesión que saldrá hoy,
aunque llueva. Porque sale todos los días.
Publicado originalmente en Iglesia en Valladolid en abril de 2025
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