Transitar de la admiración pasiva a la activa

    Tengo un lingüista de cabecera, se llama Carlos. A veces, cuando escribo, le pregunto por el significado de una palabra o por su etimología. Y siempre aprendo algo con él.

    Como llevaba tiempo dando vueltas a este articulillo, le pregunté por el origen de la palabra admirar. Copio aquí su respuesta con dos pequeños añadidos míos para su mejor comprensión: “Admirar es un calco del latín. Primero está la preposición latina ad que se usa para construir los complementos locativos de destino. El complemento circunstancial de lugar hacia el que me dirijo. Ya solo nos dice que admirar es una disposición activa y tiene una finalidad, un destino o una vocación. La mística (contemplación) es acción. Mirar en castellano está claro lo que es, pero comparte étimo con milagro (miraculum), con maravilla (mirabilia). La raíz indoeuropea de la que vienen todas estas palabras se traduce por sorprender y reír. Y esto para la mística ya es algo precioso. El indoeuropeo es una reconstrucción, no hay textos escritos, pero los lingüistas dedicados a la etimología son milagrosos. Saben mirar y sonreír”. Me admira esa forma de Carlos de ir más allá de mi pregunta.

    Quizás estés pensando a qué viene esto, te lo voy a contar.

    La admiración es clave en la pareja. Pero tiene una dinámica que hay que conocer, comprender y recorrer: hay que pasar de la admiración pasiva a la activa.

    Al principio de una relación, al conocer a alguien, es frecuente que experimentemos una admiración pasiva, esto es, que esa persona produzca en nosotros una impresión de sorpresa, de atracción que captura nuestra atención, la atrapa sin que tengamos que hacer esfuerzo ninguno. Y este es un punto central, el esfuerzo sobre la atención.

    En este primer momento de admiración pasiva, la atención es atraída desde fuera. La persona padece el efecto que un ser externo a ella misma ejerce sobre su atención, que se ve absorbida.

    Con el transcurrir de la vida, ese efecto sobre nuestra atención se irá diluyendo, por un lado, porque tenemos la sensación de que el otro comienza a ser conocido y por otro, porque nuevos estímulos pujarán por atraer la atención hacia diferentes direcciones.

    Es por eso que hay que recorrer el camino hacia una admiración activa. Se trata de dirigir nuestra atención hacia el otro, poniendo el foco en aquella cualidad que deseamos percibir y valorar con mayor intensidad. 

    Es preciso, por tanto, el dominio sobre la propia atención. Ser capaz de dirigirla y sostenerla. El mismo hecho de prestar atención conlleva una decisión y un compromiso: a qué dedico mi tiempo, mis energías…

    En esta elección se juega buena parte del asunto. Al decidir dónde pongo mi atención, excluyo de ella el resto de las cosas. Esto tiene un riesgo, es verdad, pero no se puede escoger sin excluir. Cuando decido prestar atención a algunas cosas, estoy decidiendo no prestarla a algunas otras. Esas otras, en realidad no son “algunas” cosas, sino “el resto” de las cosas. Es decir, lo que decidimos dejar de lado es una cantidad prácticamente infinita de cosas. 

    Si lo que excluimos es el infinito, tal debe ser el valor de lo elegido, puesto que, si no, estaríamos tomando una pésima decisión. Si decido poner el foco de mi atención en una cualidad del otro, lo más probable es que el resultado sea descubrir la maravilla del otro, el milagro, ¿el infinito?

    Pero, hay un requisito previo, imprescindible, para que pueda dirigir mi atención hacia un lugar. No sólo tengo que poseer el dominio sobre ella, sino que además tengo que tener la humildad de reconocer que no conozco todo de aquello a lo que voy a dirigir mi atención. Porque si creo que lo sé todo sobre ello, si no hay nada que pueda descubrir… ¿para qué dedicarle atención?

    Así pues, transitar de la admiración pasiva a la activa requiere partir de la humildad de saber que no lo sé todo, del dominio sobre la propia atención que me permite ponerla en la cualidad y no en el defecto del otro para llegar a admirar el milagro que habita en él. Quizá por eso, dice María Zambrano que “aquel que mira, ya no muere”.


Publicado en Iglesia en Valladolid en noviembre de 2024

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