¿Quién quiero que me influya?

Influir, “ejercer predominio, o fuerza moral” según la RAE, es algo que pretenden la mayoría de los padres sobre sus hijos, los profesores sobre sus alumnos, los médicos sobre sus enfermos, los psicólogos sobre sus pacientes, los curas sobre sus feligreses, los gobernantes sobre sus gobernados, los maridos sobre sus mujeres y viceversa, los medios de comunicación sobre sus seguidores...

De hecho, se le suele dedicar bastante esfuerzo a cómo influir: cursos de formación sobre persuasión para sanitarios, escuelas de padres, cursos de oratoria, masters de comunicación política… Se escriben libros, se graban vídeos y audios, se hacen entrevistas a personas que saben del tema, buscando la respuesta a la pregunta de cómo influir más y mejor. Lo normal es que tratemos de influir a nuestro alrededor y que nos preguntemos cómo hacerlo.

La capacidad de influir genera poder y el poder, como dice Armando Zerolo en su libro Época de idiotas, “está en la naturaleza humana y gran parte de la tristeza posmoderna se explica por la humillación de habernos privado de él. Alguien tendrá que explicar que muchas de las enfermedades psicológicas contemporáneas tienen un origen político. El hombre se trastorna cuando es privado de su poder para transformar el mundo en el que vive”.

Por lo tanto, bienvenido sea el intento sano de influir a nuestro alrededor.

A lo que solemos dedicar menos tiempo y esfuerzo es a preguntarnos quién quiero yo que me influya. Y, sin embargo, esta pregunta es tan importante como la de cómo influir más y mejor.

Mientras la pregunta de cómo influir nos habla acerca de cómo ejercer nuestro poder, la de quién quiero yo que me influya nos habla acerca de nuestra libertad. Nuestra libertad se acrecienta cuando nos hacemos y nos respondemos conscientemente esta pregunta.

Nuestra vida está hecha de influencias. De muchas de ellas somos poco conscientes. Por ejemplo, los que ahora rondamos los cincuenta años, miramos las fotos de nuestra adolescencia a finales de los ochenta y sentimos una especie de vergüenza:  esas hombreras, esos flequillos, esos tupés o esas melenas… Sin comentarios. Pero ese mismo sentimiento nos invadía cuando mirábamos las fotos de la juventud de nuestros padres de los años sesenta: esas patillas, esos bigotes, esos pelos cardados, esos pantalones de campana… 

Ahora miramos con ternura a los adolescentes actuales que se dejan el flequillo largo y se lo peinan hacia delante, como un pastor de Brie, y sabemos que dentro de 30 años mirarán sus fotos de hoy y se avergonzarán de su aspecto.

Para peinarnos elegimos uno de entre los peinados de nuestra época, aunque en el momento de hacerlo pensemos que es porque nos gusta y creamos que somos libres de elegirlo. Estamos hechos de influencias.

El pensamiento adolescente de “a mí no me influye nadie” es soportable cuando el que lo tiene es un adolescente que quiere comerse el mundo, librarse de la sombra de los padres y emprender una independencia emocional necesaria. Pero resulta insoportable cuando de un adulto se trata. Creer que la libertad es no recibir ninguna influencia es de un infantilismo descomunal.

Es curiosa nuestra época en la que conviven al tiempo, una exaltación de la libertad individual y una mayor posibilidad de ser influidos. Hoy se usa el anglicismo influencer para referirse a aquellas personas que tienen capacidad de influir sobre otras a través de las redes sociales.

Una de las cosas que llama la atención es el empeño de algunos de estos influencers en convencernos de que seamos libres, que rompamos nuestras ataduras, que dejemos atrás todo lo que nos condiciona o nos influye…

Cuando alguien nos insiste en que seamos libres y no nos dejemos influir por nadie nos mete en un callejón sin salida: si le hacemos caso y somos libres, ya no somos tan libres, porque estamos haciéndole caso. Y si no le hacemos caso y no somos libres, pues entonces ya está, no somos libres. Es decir, que para ser libres tenemos que no serlo y para no serlo tenemos que serlo. ¿Cómo salir de esta paradoja?

De una sola forma, preguntándome quién quiero que me influya y respondiéndome.


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